miércoles, 23 de marzo de 2011

Recordar es volver a sufrir

Santiago nunca me invitó a salir. Estar con él fue una cosa progresiva. Recuerdo haberlo visto varias veces en la universidad pero nunca me lo crucé en ningún curso. En sétimo ciclo necesitaba dinero extra y tuve la suerte que en una oficina buscaban alguien a medio tiempo. Fue en ese momento en que coincidí con él. 
Al principio lo odiaba y tenía una razón justa. 

Santiago me trató mal desde el principio, solo que yo no quise darme cuenta. 
Los primeros días me saludó, como casi todo el mundo, pero con el pasar del tiempo, se volvió bastante bruto. Por momento me ignoraba, no me saludaba cuando llegaba a la oficina o simplemente hablaba cuando yo estaba diciendo algo, como un niño malcriado. 

Mi teoría es que ese odio era amor reprimido. 
Yo decía algo y él inmediatamente me quería contradecir de alguna forma. Si yo decía que odiaba la comida de McDonald's y que uno se podía morir por comer esas hamburguesas, él inmediatamente decía que eso era una tontería, que nadie iba a comer eso todos los días y que igual la comida era rica. Si yo decía que un edificio me parecía bueno, él siempre tenía que decir que algo le encontraba de malo. Si yo decía que me gustaba ACDC, el decía que solo tenían un par de buenas canciones. A veces me daba risa las idioteces que hablaba, pero por momento me daba cólera su actitud estúpida. 

Igual, así de contradictorio como siempre fue él, cuando estaba sola en la salita de copias venía ha hablarme. Las primeras veces lo noté nerviosón, como quien no sabe bien que hace ni donde está, balbuceando cosas que no tenían mucha coherencia. Recuerdo que una vez me preguntó si había estado en una clase, cuando bien recordaba que justo en esa fue donde lo saludé y me senté a su lado. Se le notó al tiro que se había acordado justo cuando hizo la pregunta, y cuando se la aclaré "oye, si esa vez me senté a tu lado, ¿no te acuerdas?" se rió nerviosamente y dos segundos después estaba corriendo fuera de la salita hacia su computadora.

Esa actitud me enganchó, lo confieso. Ese tira y afloja me atrapó. Habían momentos en que lo odiaba realmente, me parecía un pobre huevón -porque me ignoraba, me interrumpía, no me prestaba la atención que yo quería, que se yo- luego, hablábamos de algo, o decía algo en la oficina, en alguna reunión por el cumpleaños de alguien, o durante el almuerzo, y no sé, le veía algo bueno, algo diferente, me parecía buena onda, gracioso. Yo asumí un buen tiempo que yo le gustaba, pero su forma de ser me confundía mucho. 

Físicamente me agradaba. No es un tipo atractivo, pero Santiago tiene cara de buena gente. Eso me gustaba de él, que tenía la pinta de alguien que era buena onda, llevadero. Lo era en parte, cuando se relajaba y no andaba haciéndome esa lucha absurda cuando estábamos frente a los demás. No entendía bien que quería aparentar con el resto. A pesar de que en el fondo sentía que era una actitud rarísima, en los momentos del día en que no lo veía pensaba en él, que estaría haciendo; o los fines de semana, cuando salía a algun lugar con mis amigas, imaginaba que me lo encontraría, que le diría, que me diría él. 

Y luego, después de todo y sin pensarlo, un día agarramos. Estábamos en la casa de alguien de la universidad, era un cumpleaños creo. Coincidimos por amigos en común. En algún momento terminamos conversando solos en una zona convenientemente oscura de la casa. Como dije antes, el alcohol contribuyó bastante a que todo eso se diera. Hay gente que necesita el pequeño empujón de la cerveza corriendo por sus venas para soltarse y ser más normal. Ese día conocí al Santiago que me agradaba, el gracioso, el que no contradecía cada cosa que decía, el de buen humor, el que me miraba a los ojos y no a cualquier otro lado mientras hablaba, el que me escuchaba contar tonterías y se reía de ellas. Él estaba echado en una silla redonda extraña y yo estaba apoyada en uno de los apoyabrazos. Estabamos tan cerca que era casi inevitable. Aún así, a pesar de haber bajado los dos nuestras defensas, Santiago no se decidía. Por momento me miraba y quizá pensaba que debía hacer algo, pero luego desistía. Así que, por primer vez en mi vida, fui yo la que movió la primera pieza. 

Me acerqué a él. Por un momento cruzó por mi cabeza la idea de que él saliera corriendo, asustado, como en la salita de copias. Pero cuando me vio acercándome hacia él, solo se mantuvo en silencio y cuando mi rostro estuvo tan cerca que la distancia era mínima, me tocó el rostro con sus manos. En esa posición tan extraña e incómoda -yo apoyada en el apoyabrazos, él sentado incómodamente en esa silla redonda rara- nos dimos nuestro primer beso. Claro que había agarrado antes, y es extraño pensar en eso, porque al menos recuerdo unas 5 veces en las que besé a otros chicos, entre el colegio y la universidad, pero nunca sentí algo como lo que estaba sintiendo en ese momento. Estaba nerviosa y no podía dejar de sentir una contracción terrible en el abdomen. A medida que me acercaba, las contracciones eran cada vez más fuertes y no comprendía bien que era lo que me pasaba. Cuando finalmente lo besé, toda esa energía salió como si hubiera reventado una tubería y comenzara a llenar el cuarto a chorros. Perdí al noción de todo.
Debe haber sido la mejor y peor sensación del mundo, ya entenderán porqué. 


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